El príncipe rana (I)
ncontables años ha, vivía una princesa a la que le gustaba mucho jugar con su pelota favorita que era oro, como debe corresponder a los juguetes favoritos de los descendientes de los monarcas. Un día en que la princesa había salido a pasear por un bosque cercano al palacio de su padre, decidió sentarse cerca de una poza. Mientras pensaba en sus cosas, la doncella se entretenía tirando al aire su pelota (puesto que no la podía botar). La princesa era bella, sí, elegante, también, y super-sofisticada, por supuesto, pero la princesa era también harto patosa y se le escapó la pelota directa al fondo del agua. La princesa se puso un poco histérica y llorona. Sus llantos llamaron la atención de una rana que andaba por allí.
"Daría lo que fuera por recuperar mi pelota" - chillaba la princesa - "Mi reino por mi o-sea juguete."
La rana, que era una de estas ranas que hablan le contestó: "¿Qué os pasa princesa? ¿Por qué os lamentáis así?".
"¡Anda la otra! Pues verás rana repugnante, me lamento porque se me ha o-sea caído mi preciosa pelota al super-fondo de esta poza. Daría lo que fuera si la consiguiera recuperar, te lo juro."
"Pues mira tú que soy capaz de conseguir tu pelota, y para que veas no te voy a pedir ni perlas ni dinero ni nada tan superficial, sólo te voy a pedir que me aceptes como compañero, me dejes comer contigo de tu plato, y dormir contigo en tu cama (la rana era un poco descarada), y que me quieras y me mimes. Si me lo prometes recuperaré tu pelota.".
"Sí, sí, rana asquerosa, vale, lo que sea, lo que quieras, pero ¡quiero mi pelota ya!".
La rana se sumergió en el agua y al momento salió toda cargada con la famosa pelota de oro. La princesa le quitó rápidamente la pelota de la boca y se fue tan contenta y dando saltitos para su casa. La rana, que seguía con la boca abierta como si aun tuviera la dichosa pelota en ella, gritó. "¡Espera, princesa!, ¿qué pasa de tu promesa?" La princesa, que otra cosa no, pero rápida lo era un rato, ya estaba lejos.
Al día siguiente sonó el timbre de la puerta del palacio y la princesa salió abrir. Allí estaba la rana preguntando por la promesa, que se le había hecho y que la muy desvergonzada había ignorado. La princesa se asustó e indignó y cerró la puerta en las narices de la rana (si es que las ranas tienen nariz).
El rey, que vió a su hija algo inquieta, le preguntó por el motivo de su pesar. La princesa le contó la historia de su pelota, de la rana y de la promesa, y el ofendidísimo rey le contestó.
"Hija, ¿acaso es así como te he educado yo?. Has hecho una promesa, ¿no?"
"Bueno, quizás, igual un poco sí."
"Pues entonces debes cumplirla". Y el monarca abrió de nuevo el pórtico del palacete. "Señor rana, por favor, pase usted y perdone la impertinencia de mi hija. Pase, pase, no se quede en la puerta, que es la hora de la cena."
Efectivamente era la hora de la cena y ya estaba la mesa puesta así que el rey y su hija tomaron asiento. La princesa, ante la mirada apremiante de su padre, tuvo que aceptar que la rana se sentara a su lado a la mesa y que comiera de su plato. A la pobre chica le daban muchas arcadas porque, no solo la comida, sino también la rana le daba asco.
Acabaron de cenar y llegó la hora de irse a la cama. La princesa se puso a llorar porque le daba mucho repelús tener que dormir al lado de la rana con esa piel pringosa y viscosa. El rey se puso serio y le ordenó a su hija que cumpliera su promesa y que se subiera a sus aposentos a compartir la cama con el anfibio. Al rey le preocupaba más el honor relacionado con las promesas que el honor relacionado con la virtud de su hija. La princesa cogió a la rana con dos dedos siguiendo a regañadientes las órdenes de su señor padre, y una vez en su habitación se metió en la cama, pero en vez de poner a la rana a su lado, ¡zas! la arrojó con toda la rabia que tenía acumulada contra la pared.
Por suerte la rana no se estampó contra la pared ni dejó ninguna mancha roja ni se murió, sino que de repente se transformó en un apuesto príncipe que estaba muy buenorro. Ahora sí la princesa aceptó cumplir la promesa y compartió la cama con el príncipe ex-rana.
A la mañana siguiente pasó a recoger a la parejita una lujosa carroza para llevarles al castillo del príncipe. En la carroza iba también Heinrich, el fiel criado del príncipe, que el pobre se había puesto tan triste cuando supo lo de la transformación en rana de su señor, con el que tenía un aquel, que se había tenido que someter a una operación quirúrgica para ponerse tres cintas de hierro alrededor de su corazón para que éste no se le saltara en pedazos de tristeza.
Como el príncipe finalmente se había salvado y era feliz, las cintas del corazón de Heinrich se fueron soltando una a una armando tal escándalo que parecía que la carroza se estaba desarmando. Una vez que se dieron cuenta de lo que producía aquel sonido, todos se tranquilizaron, aunque tuvieron que llevar al criado a urgencias.
1 Comentarios:
jajaja me reí mucho
Por aterrimaqaza., el 18 octubre, 2007 18:07
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