Los zapatos rojos (I)
abía una vez una niña muy pobre, tan pobre, tan pobre que en verano tenía que ir descalza y en invierno con unos zuecos muy viejos que le rozaban en el talón. La niña se llamaba Karen y era una monada de chica, muy delicada y muy dulce.
En el pueblo había una anciana a quien Karen le daba pena, así que le remendó unos zapatos rojos muy bastos, pero que no tenían agujeros. Karen pudo estrenar sus zapatos rojos el día del entierro de su propia madre. No es que los zapatos fueran muy de luto, pero mejor llevar eso que ir descalza siguiendo el ataúd de la difunta. En el momento en el que el cortejo fúnebre iba por la calle, pasaba por allí una mujer muy mayor y pudiente que viendo a Karen se apiadó de ella y decidió adoptarla y educarla. Karen se pensó que su buena fortuna había llegado por fin gracias a los zapatos rojos.
La anciana le compró a Karen nuevos y caros vestidos y tiró los harapientos zapatos a la basura para reemplazarlos por otros nuevos y de mejor calidad. La madrastra se encargó de educar a Karen y de hacerla toda una señorita.
Un día llegó al pueblo una princesa que estaba haciendo una gira por aquellos lugares. Karen salió, como casi todo el mundo del lugar, a vitorear a la realeza a la calle, llevando su banderita y todo. Vio entonces que la princesa iba vestida de forma muy sencilla, de blanco, sin corona ni nada, pero que llevaba unos preciosos zapatos de tafilete rojo. A Karen se le quedó marcada la imágen pues lo de ella era pasión por los zapatos y más en ese color.
Karen llegó a la edad de hacer la confirmación en la iglesia así que para tal evento fueron su madrastra y ella de comprichuelas. Compraron un bonito y sencillo vestido para el gran día y fueron a casa del zapatero a ver qué zapatos podría conseguir. El zapatero tenía zapatos y botas de todos los estilos y de todos los colores, pero Karen sólo se fijó en unos zapatos de charol rojos parecidísimos a los que había visto a la princesa y se encaprichó de ellos. El zapatero dijo que habían sido un encargo de la hija de un conde pero que al final no los había querido comprar. Eran, fíjate qué casualidad, de la talla de Karen y le quedaban a la perfección. La anciana ya estaba muy mayor y no veía muy bien, además de ser un tanto daltónica, y no se dió cuenta de que los zapatos eran de un rojo carmesí muy muy cantoso y que no pegaban para una confirmación, por lo que se los compró sin más.
El día de la confirmación, Karen entró a la iglesia con sus nuevos y flamantes zapatos rojos. Mientras iba andando por la nave camino del altar, no dejaba de pensar en lo bonitos que eran sus zapatitos. Todo el mundo se quedó mirando a la chica que llevaba el calzado rojo, Karen pensaba que estaban muertos de envidia porque la verdad es que eran monísimos. Hasta parecía que las imágenes y los retratos que había en la iglesia seguían con su mirada aquellos zapatos. Mientras el cura pronunciaba el solemne discurso y hablaba de que ahora Karen debería convertirse en una cristiana entera y verdadera, ella sólo podía pensar en lo bien que le sentaban aquellos zapatos. Y mientras el órgano sonaba y el coro cantaba, la chica no paraba de mirar de reojo sus pies y de pensar lo chulos que eran los zapatos.
Todo el mundo le fue luego con el cuento a la madrastra de Karen, que si qué osadía unos zapatos rojos, que si cómo es esta juventud, que si ya no hay respeto por las cosas santas... La anciana le echó un responso a la chica que ni el del cura aquella misma mañana. Le dijo que a la iglesia debería ir siempre con calzado negro, por muy viejo y sucio que pudiera ser, que tuviera un poco de respeto y decencia.
Al domingo siguiente, Karen se estaba preparando para ir a misa y no pudo evitar el volverse a poner sus zapatos rojos... eran taaaaannnn mooooonoooos... Cuando madrastra e hijastra llegaron a la puerta de la iglesia un soldado retirado viejo y cojo, con una barba muy larga y roja, se ofreció a limpiar a las damas sus zapatos. Cuando estaba limpiando los de Karen le comentó: "¡Qué zapatos de baile más bonitos!" y dio un par de golpecitos en la suela. "Agarraos bien cuando bailéis". Las mujeres pagaron "la voluntad" y entraron en la iglesia. Todos los asistentes se quedaron mirando el calzado de la chica, también las imágenes y los retratos lo miraban. Karen se arrodilló ante el altar, y mientras bebía del cáliz, solo pensaba en sus zapatos rojos. Estaba tan absorta en la belleza de su calzado que se olvidó de rezar y de cantar.
Cuando salieron de la ilgesia y antes de subir al carruaje, el soldado volvió a comentar lo monos que eran esos zapatos de baile (la vieja estaba un tanto sorda y no escuchó los comentarios del mendigo pues habría abroncado a su hijastra por ir con el calzado rojo en vez del negro). Karen no pudo resistir el hacer un par de pasos de baile un-dos-tres, un-dos-tres. Pero una vez que empezó, no pudo parar de bailar, era como si los zapatos tuvieran poder sobre sus piernas, baila que te baila allí, en medio de la calle, que parecía Tony Manero un sábado por la noche. Menos mal que el cochero no sólo era bueno con los caballos sino también haciendo que las señoritas finas y bailarinas entraran en el carruaje. Una vez dentro del coche, la chica consiguió quitarse los zapatos, no sin mucho esfuerzo puesto que sus piernas se habían puesto a bailar break dance. Tan pronto como se los quitó, las piernas se quedaron quietas.
... continuará...
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